viernes, abril 19, 2024

2001, kirchnerismo y después

El director del Instituto Generosa Frattasi y miembro de la coordinación de la Usina del Pensamiento Nacional y Popular, Mariano Pacheco, analiza la relación entre la crisis del 2001 y la irrupción del kichnerismo.

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Por Mariano Pacheco (*)

Como toda crisis de envergadura, 2001 también presentó una oportunidad. En aquel entonces, para salirnos del modelo que, más allá de alternancias (una década de menemato, un bienio de aliancismo), había conducido al país a la catástrofe.

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Pero la relación entre procesos de resistencia popular desde abajo a ese modelo y nuevos vientos progresistas en las gestiones del Estado (viento que sopló fuerte en toda América Latina), no fue directa en Argentina. El movimiento popular no tuvo entonces estrategia de poder, porque tras la debacle del peronismo del revés que implicó el menemismo y en medio de un contexto internacional por demás hostil (caída del Muro de Berlín; derrota electoral sandinista en Nicaragua apenas una década después del triunfo de la revolución), apenas si se pudo comenzar a revertir la adversa correlación de fuerzas: con luchas puntuales, aisladas entre sí, dispersas y, en muchos casos incluso, esporádicas. Sólo en lugares puntuales del país pequeños grupos militantes se dieron una estrategia para la resistencia, y el 2001 los encontró sin posibilidades de resolver en los tiempos cortos de la coyuntura, los dilemas profundos de una derrota estratégica como la que se padeció tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, que reestructuró la Argentina.

Foto sin título. Fernando De La Rúa abandona la Casa de Gobierno en helicóptero, luego de presentar su renuncia en la tarde del 20 de diciembre. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina; 2001 diciembre 20.

Por eso en 2003 las opciones electorales se dirimieron entre el retorno del pasado nefasto, o la apuesta a una figura desconocida que venía de la mano de una fracción de lo anterior, pero al menos contaba con la ventaja de la duda. Y la duda pronto se disipó, porque supo hacer del factor sorpresa una virtud.

Ese inteligente comando de la “clase política” tradicional cuestionada el 20 de diciembre supo aprovechar la situación: provenientes de rincones lejanos del país, poco conocidos en la política nacional y sabiendo combinar herencia peronista con lectura de las nuevas realidades, emergió el kirchnerismo: un poco de peronismo, otro poco de transversalidad; una pizca de sindicalismo ortodoxo y otra de Derechos Humanos y nuevas agendas sociales.

No puede pensarse el kirchnerismo, entonces, sino como la salida progresista (parcialmente reparativa y redistributiva en términos tanto materiales como simbólicos) a una crisis de hegemonía en la que, como ya se ha dicho, el movimiento popular no tuvo una estrategia de poder, ni contaba con el tiempo suficiente para desarrollarla. Por lo tanto, ante esa ausencia de respuesta positiva ante la pregunta por el poder, todas las luchas se libraron en el marco de una estrategia defensiva de resistencia al poder instituido, gestando creativamente micro-experiencias de poder popular, pero sin horizontes en términos de propuestas para un nuevo orden social.

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Sin embargo, y eso queremos proponer en estas líneas, la insurrección del 20 de diciembre de 2001 no es un estallido más, una revuelta popular por reclamos inmediatos y urgentes, sino que expresa todo un ciclo de luchas que se remonta, por lo menos, hasta mediados de la década del noventa. Y es por eso que funciona como un condensador: de las puebladas, marchas, cortes de ruta en reclamo de trabajo y dignidad; de los escraches de HIJOS denunciando que en el país reinaba la impunidad con los genocidas; de los reclamos sindicales encabezados por docentes, estatales y camioneros; de las protestas estudiantiles en defensa de la educación pública; de las rebeldías juveniles (muchas canalizadas a través del rock) que denunciaban los asesinatos a manos de las policías y ciertas continuidades represivas en democracia.

Porque la democracia, hasta entonces, había sido una democracia condicionada, de la desigualdad, acechada por teorías demoníacas, leyes de impunidad y terror económico. En gran medida lo sigue siendo, aunque por varios años se haya avanzado respecto de algunas medidas de reparación económica y, sobre todo, simbólica respecto de un pasado traumático.

Quizás por todo esto las intentonas del macrismo duraron dos años, y más allá de pronósticos en torno a la capacidad de las “nuevas derechas” de gestar “procesos de hegemonía”, en diciembre de 2017 aquel proyecto estalló por los aires, jaqueado por luchas que en las calles venían anunciando el hastío, más allá del apoyo social ampliado que habían conquistado (y aún conservan) estos sectores que antaño gobernaban a través de golpes militares.

En todo ese recorrido, de 2001 a hoy, el movimiento popular no tuvo mayoritariamente una estrategia unificada. Distintas organizaciones vieron en el kirchnerismo un momento auspicioso para desarrollar un nuevo ciclo de protagonismo popular. Otras tantas, una reconstitución de la autoridad estatal para garantizar la institucionalidad, fuertemente dañada tras la crisis de representatividad de 2001. En esa disyuntiva se jugó una división que al menos al interior de los sectores más humildes de nuestro pueblo a partir de 2011 se comienza revertir, cuando se funda la Central de Trabajadores de la Economía Popular, la CTEP, en la que confluyen organizaciones oficialistas y otras opositoras al gobierno kirchnerista. Experiencia que menos de una década después, en el contexto del triunfo electoral de Alberto y Cristina, plasma superiores niveles de unidad y funda ya no un nuevo movimiento, sino un sindicato, la UTEP, la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular, que a su vez plantea la necesidad de reconstituir una nueva columna vertebral junto al sindicalismo que agrupa a quienes trabajan bajo relación salarial.

Los tiempos de los pueblos y de las luchas por la transformación suelen ser largos y, generalmente, interrumpidos por la violencia de las clases dominantes. Hoy contamos con la ventaja de un proceso de acumulación de fuerzas que no ha sido interrumpido, pero tras la pandemia y cuatro años de macrismo, la Argentina se ve sumergida en la pobreza nuevamente.

Trazar nuevos horizontes para revertir esta situación se torna fundamental si pretendemos asumir que el grito de Ya Basta de 2001 aún persiste como fantasma que, en cada diciembre, nos recuerda las tareas pendientes.

*El autor es director del Instituto Generosa Frattasi. Miembro de la coordinación de la Usina del Pensamiento Nacional y Popular

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