viernes, marzo 29, 2024

Opinión: Esa carta me salvó la vida

El escritor Alejandro Gabriel Scomparin inaugura su espacio en Diputados Bonaerenses al conmemorarse el 37º aniversario de la Guerra de Malvinas.

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Por: Alejandro Gabriel Scomparin*

 

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Manuel Viillegas ingresó a la Escuela de Suboficiales “Sargento Cabral” a los quince años. incentivado por la publicidad radial que invitaba a los jóvenes a incorporarse al Ejército Argentino, y por su madre, que soñaba verlo con uniforme.

Su cumpleaños veintidós lo encontró destinado en el Regimiento 3 de La Tablada. Cada año ingresaban mil soldados conscriptos, los que se dividían en cinco compañías de doscientos, éstos en cuatro grupos de cincuenta, después en grupos de once a trece hombres. Villegas lideraba uno de estos grupos.

El sargento tenía fama de duro, porque era muy exigente en la instrucción. Villegas también lideraba y educaba manteniendo una relación de respeto y afecto con sus soldados. En cada descanso, formaba rondas donde pedía que cuentes chistes, le cuenten como estaba conformada sus familias, a qué se dedicaban. Escuchaba atento y miraba a los ojos a quien hablaba.

En una de esas charlas, “Lupin” Cerezuela le contó que no había conocido a su padre y a los nueve años se fue de su casa por los maltratos que recibía de su madre. Se refugió en la casa de una tía, pero no soportó más de tres días bajo el mismo techo. Deambuló arriba de varios colectivos hasta que llegó a una estación de servicio, donde le permitieron quedarse a dormir.

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Un mes después, un hombre se interesó por él, y decidió llevarlo a su casa. Vivieron juntos hasta que cumplió dieciséis. Quien fuera su salvador, partió porque necesitaba hacer su vida.

Unos meses después, Villegas y sus hombres cruzaron a Malvinas. El sargento era un líder nato, superaba en edad por muy poco a su tropa. Establecieron su campamento en los alrededores de Puerto Argentino. Villegas sospechaba que algo no andaba bien con Lupin. Citó a un soldado y le hizo un encargo especial. Le pidió que su novia consiguiera una amiga que le escriba una carta.

Pasaban los días y la preocupación por él iba en aumento. Villegas decidió darle un castigo ejemplar por no cuidar su fusil. Debía limpiar todos los pozos de zorro. Una noche, el soldado huérfano pidió hablar con su jefe a solas. Le pidió que lo mate, que era algo que quedaría entre ellos. Nadie me va a reclamar. No puedo más, mi sargento. Villegas lo miró fijo y le dio un abrazo paternal con mucha fuerza.

Al otro día llegó la correspondencia. Todos los soldados hicieron una ronda, para que Villegas pudiese distribuir las cartas. Los apellidos se sucedían hasta que Villegas gritó “Cerezuela” con mucha felicidad. Se dio cuenta enseguida que había sido más enérgico. Lupin se acercó con una mezcla desconfianza y sorpresa. Tomó la carta con ambas manos. Leyó su nombre en el destinatario, levantó el sobre mirando al cielo y exclamó: “Dios mio, es para mí. Alguien se acordó de mí. Gracias Dios mio, Gracias”.

En las primeras horas del 14 de junio, Villegas recibió dos disparos. Iba al frente de sus hombres cuando llegaron a una posición plagada de ingleses. Esteban Tries –soldado dragoneante- y Cerezuela no dudaron, tiraron sus fusiles, levantaron los brazos y rescataron a Villegas. Los gritos del sargento pidiendo que se queden dónde estaban fueron en vano.

La sangre brotaba a borbotones, mientras Villegas se aferraba las entrañas abrazado a Tries, quien asumió el mando de la sección. Le ordenó a Cerezuela que avise a sus compañeros que debían retirarse. A oscuras, con las balas trazantes siguiéndolo en cada movimiento, Lupin buscó a cada soldado y les transmitió el mensaje. Ambos cargaron a Villegas. Una luna llena los iluminó durante los ocho kilómetros que los separaban del hospital de Puerto Argentino.

Años después de la guerra, Villegas y Tries se reencontraron. El sargento tenía una cuenta pendiente: Lupin Cerezuela. Lo buscaron por todos los centros de veteranos hasta que dieron con él. Lo llamaron por teléfono y acordaron la visita un día martes. Desde que colgó el tubo, Lupin volvió a sentir la misma alegría que tuvo en Malvinas cuando recibió la carta. Miró hacia arriba y le volvió a agradecer a Dios. Tenía cáncer de pulmón avanzado y se estaba muriendo.

Llegó el día. Los tres se prepararon ansiosos para el reencuentro. Lupin se levantó de la cama, se afeitó, bañó y se vistió con la mejor ropa que tenía. Las horas hasta la llegada fueron interminables. Tenía la mirada fija en la puerta.

A las cuatro de la tarde, Villegas, Tries y Cerezuela se fundieron en un abrazo. Sobraban lágrimas de emoción en cada uno de ellos. Lupin, cada vez que le hablaba a Villegas, no dejaba de llamarlo “Mi sargento”. Su antiguo jefe le dijo que no lo llame más así porque él ya no era más su sargento. Lupin hizo un breve silencio, lo miró a los ojos y le dijo: “No, mi sargento. Usted va a ser mi sargento para mí hasta el último día de mi vida. ¿Sabe una cosa? Usted es mi papá”. Volvieron a abrazarse y a llorar.

Villegas se recuperó como pudo y le contó que él lo estaba buscando porque sentía culpa por el castigo que le había dado, le quería preguntar si lo había entendido y si le guardaba rencor. Lupin se secó las lágrimas con la mano derecha y le respondió:

No, mi sargento. El castigo lo entendí muy bien. Lo que tal vez usted nunca sepa, fue lo que significó esa carta en Malvinas para mí. Los muchachos me contaron fue idea suya y, cuando le pedí que me matara, mi sargento, era de la tristeza que sentía adentro y me quería morir. Esa carta me salvó la vida.

Se volvieron a ver el viernes. El domingo, José Luis Cerezuela falleció.

 

*El autor es escritor.

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