(*) Por Juan Manuel Negri
La muerte del papa Francisco no es solo un golpe para el mundo católico. En Argentina, su ausencia deja al descubierto un vacío mucho más profundo: el de una figura que, sin ser parte formal del sistema político, era una variable decisiva en los cálculos de poder. Jorge Bergoglio fue el gran organizador invisible de la política local. Lo consultaban todos, lo usaban varios, lo respetaban más de los que lo admitían. Ahora que ya no está, todo eso se desordena.
En vida, el Papa funcionó como una especie de “líder moral nacional” que oficiaba de espejo incómodo para los dirigentes argentinos. Su sola existencia limitaba excesos, desnudaba hipocresías y recordaba (desde Roma) que la política debía estar al servicio de los pobres. Su idea de justicia social, encarnada en las “tres T” (tierra, techo y trabajo), era incómoda para liberales, útil para peronistas, e irreverente para la elite económica. Pero todos sabían que, si se cruzaban ciertos límites, en cualquier momento podía llegar una homilía con nombre y apellido.
Bergoglio nunca necesitó venir al país para estar presente. Que no haya pisado Argentina durante su papado fue, quizás, su jugada más política: no quiso prestarse al juego de legitimaciones de ningún presidente. Ni Cristina Kirchner, ni Mauricio Macri, ni Alberto Fernández, ni Javier Milei lograron capitalizarlo del todo. Con todos tuvo encuentros, desencuentros y silencios medidos. Bergoglio no se dejó domesticar.
El primer efecto de su muerte será la disputa por su herencia política. El peronismo lo sentía propio, aunque Francisco siempre ensayó una distancia calculada. Los curas villeros, los movimientos sociales, Juan Grabois y hasta algunos intendentes del Conurbano, construyeron identidad en torno a su figura. Para ellos, se va el último Papa de los pobres. Pero al mismo tiempo, esa referencia que ordenaba desde la ética ya no está. ¿Quién capitaliza ahora ese espacio?
La muerte de Francisco también expone una de las mutaciones más llamativas del discurso presidencial. Milei pasó, sin escalas, de llamarlo “representante del Maligno en la Tierra” a describirlo como “el argentino más importante” y despedirlo con honores de Estado. En el medio, hubo una visita al Vaticano, una autocrítica en público y un intento por reescribir su relación con la Iglesia. Ese giro no fue casual: Milei comprendió que el Papa seguía siendo una referencia moral central para millones de argentinos. Y que en un país con una religiosidad transversal como el nuestro, antagonizar era políticamente costoso. Por eso, en sus últimas intervenciones, lo rodeó de elogios, resaltó su lucha “contra el aborto” y decretó siete días de duelo. El Papa que incomodaba, ahora es útil.


También en la Iglesia habrá reacomodamientos. Durante su papado, Francisco moldeó el clero argentino a su imagen: obispos de perfil social, cercanos a los barrios populares, menos doctrinarios, más militantes. Esos actores tenían línea directa con Santa Marta. Hoy pierden a su protector. Y aunque se espera que el próximo líder de la Iglesia no rompa bruscamente con ese perfil, es evidente que sin Bergoglio en el trono, algunos sectores buscarán recuperar influencia y desplazar a los herederos del modelo franciscano.
La muerte del Papa también tendrá consecuencias en el vínculo entre la Iglesia y el Estado. Hasta ahora, la distancia era fría, pero respetuosa. Francisco rechazó la utilización política de su imagen, lo cual dejaba poco margen para que el Gobierno nacional (cualquiera fuera su color) usara el catolicismo como coartada. Esa contención ya no existe. Si no se impone una figura similar, lo que viene es un escenario más permeable a la presión eclesiástica, más proclive a los usos proselitistas de la fe, y más desdibujado moralmente.
Existe, además, un plano geopolítico a considerar. Que un argentino ocupara el máximo lugar de la Iglesia Católica era un capital simbólico que se cotizaba en silencio. Desde Washington hasta Roma, tener a Francisco como interlocutor privilegiado era una carta que Argentina jugaba sin saber del todo cómo. Con su muerte, esa ventaja se pierde. Y con ella, se apaga también una voz global que, sin ser militante, ponía en agenda temas que ninguna cancillería quería tocar: la pobreza estructural, la desigualdad y el extractivismo.
Hay algo más sutil, pero potente: el impacto emocional de su muerte ordena la conversación pública. Durante días, el país entero va a hablar de la muerte del Sumo Pontífice, de su legado, de su mirada sobre la pobreza, la política y el poder. Y eso, para el Gobierno, representa una tregua providencial. Tener a buena parte del electorado pendiente del Vaticano, en lugar de los precios o de los movimientos económicos, es una ventaja. Aunque efímera, funciona como un paréntesis emocional. El oficialismo lo sabe y por eso se apropia del duelo, lo institucionaliza y lo convierte en gesto de solemnidad. La política necesita liturgias.
En definitiva, la muerte de Bergoglio no cambia una elección ni define una interna. Pero sí reconfigura el clima de época. En un país acostumbrado a vivir en el borde, su sola presencia era un llamado a la moderación. Un faro ético. Un testigo incómodo. En tiempos de crisis, eso valía más que mil votos.
Ahora que ya no está, muchos van a intentar apropiarse de su legado. Algunos buscarán usarlo como escudo, otros como bandera. Pero nadie podrá ocupar su lugar. Porque Francisco fue, al mismo tiempo, un argentino atípico y un Papa irrepetible: demasiado global para el barro de la política local, demasiado terrenal para el mármol del Vaticano, demasiado lúcido como para dejarse encasillar.
Su muerte no inaugura una etapa. La termina.
Y el problema no es solo que ya no juega. El problema es que, sin él en la cancha, nadie sabe bien quién va a marcar la línea y cuáles serán las reglas del juego.
(*) El autor es director de Diputados Bonaerenses.

